Crítica de "The Lady from Shanghai" (1947) de Orson Welles

Los textos a continuación fueron producidos en el marco del taller de crítica de cine coordinado por Leandro Arteaga en la Facultad Libre.

Amor, crimen y traición en blanco y negro Autora: Daniela Colonello

Noche oscura en el Central Park. Dentro de un carruaje tirado por caballos, una mujer se cruza con un marinero de a pie que le habla a su paso. La aparición inaugural de Rita Hayworth corta la respiración –provoca una especie de hiato-, y presenta el contraste blanco-negro, noche-día que recorrerá toda la película en una dualidad que confunde, enmascara y, sobre todo, esconde el desenlace hasta el final. Platinada, vestida de blanco a lunares, con un escote espejo impecable y una sensualidad que ya no existe, Elsa Bannister dice que no fuma pero toma el cigarrillo que le regala Michael O'Hara (Orson Welles) y lo guarda en su cartera envuelto en su pañuelo de seda. Eso es tensión erótica. Y el punto de inicio de una atracción de la que el marinero no podrá escapar, inclusive, tras el desencanto que le provoca saber que es una mujer casada. Por eso acepta enrolarse como marinero en el lujoso yate de su esposo Arthur (Everett Sloane), famoso abogado criminalista; y parte junto a la pareja en un crucero por el Caribe. A bordo también estarán George Grisby (Glenn Anders), socio de Bannister; y Sidney Broome (Ted de Corsia), un detective encubierto de Bannister. Como en “El Extraño” (1946), el inmediato filme anterior de Welles, el relato da pistas, esta vez en la voz de un narrador que no es otro que O'Hara. Pero mientras en aquella historia “el malo de la película” está identificado desde el inicio, aquí el marinero-narrador dice sentirse ante “una manada de lobos”: no sabe cuál va atacar primero, ni cómo. Igual, él va detrás de la indefensa y sexy Elsa. Como advierte la voz en off, para justificar ciertas decisiones “hay que inventarse una serie de mentiras y creérselas”. Y sí, quién no lo hizo alguna vez. También este filme está plagado de juegos lumínicos. Las escenas de noche de por sí dan idea de peligro y allí resplandece la Hayworth vestida de blanco, o bien, con traje de baño negro pero bañada por la luz de la luna, en una toma que levanta más voltaje que cuando ellos dos se besan. Cuando es de día, Elsa aparece vestida con conjuntos negros pero la tensión no afloja. Por el contrario, el sol del Caribe amenaza con quemarlo todo. Como sea, ella siempre encandila. Pensar que en sus días criticaron a Welles por haberla teñido de rubio. Qué actriz podría lograr hoy algo de eso. Tal vez, Cate Blanchett en Carol. Alguna otra, quizás... Así las cosas y embarcada la troupe, se pone en marcha un engranaje donde el negro no siempre es un negro definido, puede transformarse en blanco y luego, en un segundo, volver a ser negro. De la misma manera, debajo del blanco puede aparecer el negro más oscuro y así sucesivamente, personaje por personaje. Grisby le propone a O'Hara que simule asesinarlo para cobrar un seguro de vida y a cambio, pagarle 5.000 dólares. Él se esfumaría y su cuerpo nunca aparecería, por lo que el marinero no podría ser condenado por homicidio. Raro. O'Hara acepta el trato para huir con Elsa con ese dinero. Pero las cosas no van a salir como él pretende. En el medio, hay que decir que algunos puntos no se explican con la claridad necesaria, hay algunas preguntas que quedan en el aire, hay un juicio bizarro, y el relato no es ascendente como en “El Extraño”, sino que entra en una espiral que marea un poco. Eso sí, como maestro del suspenso que es, Welles cierra con la famosa escena final de los espejos, que confunde al infinito hasta llegar al desenlace.